San Cristóbal de La Habana, la última villa que en la isla de Cuba fundó el Adelantado Diego Velázquez de Cuéllar en la remota fecha de 1515, llegó a ser, con el paso del tiempo, una de las ciudades más marineras y cosmopolita de las que se establecieron en los extensos y ultramarinos territorios españoles. Ubicada inicialmente en la costa sur, el lugar escogido —un sitio bajo y anegadizo— resultó inadecuado para fijar asiento, circunstancia que decidió la pronta migración de sus primeros avecinados hacia el norte.
El villorrio, finalmente, tuvo su asentamiento en un puerto seguro y hermoso, cuyas bondades provenían de una extraordinaria bahía que, en los albores del siglo XVI había sido reconocida por el navegante gallego Sebastián de Ocampo cuando al hacer el bojeo a la isla se guareció en ella para calafatear sus naves. Al experimentado marino se le encomendó determinar, según el testimonio del cronista Bartolomé de las Casa, si Cuba era isla o tierra firme, y hasta donde su largura llegaba.
Puerto de Carenas fue el nombre con el cual identificó Ocampo la gran bahía de bolsa en cuya margen occidental se levantó el núcleo de la incipiente ciudad. Puente entre América y Europa, donde floreció una economía de servicios, San Cristóbal de La Habana se transformó en el escenario geográfico donde convergieron españoles y aborígenes, africanos y viajeros del continente, todos asechados por los asaltos de corsarios y piratas franceses, ingleses y holandeses.
Las aguas del mar Caribe se volvieron inseguras para los navíos españoles cargados de oro, plata y piedras preciosas, y Cuba, resultó, por su condición insular y en el paso entre las Indias Occidentales y el Viejo Mundo, el escenario preferido para los ataques de filibusteros que comenzaron a producirse cada vez con mayor agresividad, a partir de la segunda mitad del siglo XVI. Diego Pérez, un pirata de origen español que plantó campamento al sur de la Península de Zapata, — hoy día el cayerío de esa zona se reconoce con el topónimo Diego Pérez— desembarcó en San Cristóbal de La Habana en 1538 provocando el pavor de sus moradores; y en 1555 los avecinados de esta villa vieron arder sus casas y perder, por el saqueo del corsario Jacques de Sores, todas sus propiedades
España, entonces, se vio precisada a proteger las riquezas que generaba su comercio y organizó las travesías de su flota implantando un sistema de convoyes con itinerarios definidos que regulaba a través del cumplimiento de una Real Orden emitida en junio de 1561.Los navíos con sus cargamentos de oro y plata y otras mercaderías procedentes del continente —Vera Cruz, Porto Bello, Cartagena de Indias, Maracaibo, entre otros— se reunían el San Cristóbal de La Habana en una escala provechosa que representaba pingües riquezas y un ascendiente en las maneras de vivir y convivir de los vecinos con los forasteros. Resultó la villa por su animación, diversidad, mezcla y abigarramiento, una de las más pintorescas del Caribe.
La presencia de los convoyes indujo, a partir de la segunda mitad del siglo XVI, la realización de grandes fortificaciones con el definido propósito de proteger el puerto de la floreciente ciudad: y hasta una gruesa y enorme cadena, con la que se pretendía obstaculizar la entrada de naves indeseadas o no autorizadas fue colocada a la entrada del apostadero, de una punta a la otra.
Penetrando por el canal de la bahía se edificó la Fortaleza de la Real Fuerza, las más antiguas de las construcciones de su tipo en el Nuevo Mundo; y en la boca de la bahía, en cada una de sus márgenes, dos fuertes, el emblemático Castillo de los Tres Reyes del Morro y el de San Salvador de la Punta. La piedra que se empleó en el levantamiento de sus sólidos muros se extraía, con la fuerza que aportaron las cantidades de esclavos negros arrancados de África, del seboruco costero que se encontraba en el entorno de aquellas megas construcciones.
Las casas, que en los primeros tiempos del asentamiento fueron de adobe y techumbre de guano, simples, modestas arquitectónicamente y de puntal bajo, con las posibilidades y la bonanza de los tiempos que corrían, empezaron a ser construidas con techos artesonados y con sus balcones de madera torneada con canes muy trabajados y acogedores tejadillos, recordaban la propia estructura de algunos navíos hechos por maestros españoles. Algunas, preparadas para el negocio, tenían grandes espacios para almacenes. Fue tanta la influencia de la vida marinera que, en algunas residencias, sus propietarios disponían de un mirador que les permitía avistar el mar y las embarcaciones, y disfrutar del puerto y la visión de una ciudad cosmopolita que, sin lugar a dudas, festejaba y se animaba con la llegada de la flota.