El chocolate, ese exquisito alimento que a tantas personas en el mundo gusta y que tan popular es en Cuba, encuentra su componente básico en el cacao, el fruto de un árbol llamado cacaotero (Theobroma cacao), oriundo de la Amazonía sudamericana y extendido en la época precolombina a las antiguas comarcas del imperio azteca, hoy territorio mexicano.
Se dice fue el Gran Almirante Cristóbal Colón quien dio a conocer en el Viejo Mundo el cacao, pues a él le fueron entregadas como presente por los aborígenes que habitaban en las costas de la actual Honduras, las preciadas semillas ovaladas, algo parecidas a las nueces pero de color marrón.
Del cacao y sus productos se cuentan cientos de leyendas e historias, que coinciden todas en un hecho, el deleite que las manufacturas de este fruto vienen produciendo a los paladares más exquisitos desde los tiempos más remotos.
Favorito en Cuba
En Cuba el cacao fue uno de los primeros cultivos introducidos por los colonizadores hispanos, y su derivado principal, el chocolate, ha ocupado siempre un lugar de privilegio en la preferencia y dieta de los cubanos, aunque no se debe menospreciar el uso que se ha hecho de otros géneros procedentes de él, como la manteca de cacao o aceite de theobroma empleada en la farmacopea tradicional por ser portadora de antioxidantes naturales.
La primera fábrica que existió en el país se abrió en Santiago de Cuba, y el mayor productor de cacao se localiza en la región de Baracoa, ambas en el oriente de la Isla. Allí existe una industria donde se prepara el polvo y una barra de chocolate; su sello distintivo se extiende a otras confituras y a las populares “bolas” de cacao, cuya tradición artesanal consiste en mezclar el chocolate con la denominada harina de Castilla (de trigo). Existe y funciona en la zona una Estación de Investigaciones que gestiona el mejoramiento de nuevas variedades e híbridos, cuya repercusión en los procesos industriales es determinante e indispensable para mejorar o mantener la calidad.
Hay en estos momentos en el país una preocupación por desarrollar la chocolatería fina artesanal y un programa en consecuencia que asume como premisa el uso de producciones típicas que garanticen su sello de autenticidad; el ron Havana Club, el café Turquino, la miel de abeja de la línea Apisún de reconocidos nombres en los mercados internacionales, y diferentes cítricos cubanos de alta calidad han sido seleccionados para integrar este proyecto chocolatero.
También funciona, adscrita al Instituto de Investigaciones de la Industria Alimentaria en la ciudad de La Habana, la Escuela Latinoamericana y del Caribe de Chocolatería, Pastelería y Confitería, institución especializada en el adiestramiento de profesionales interesados en la elaboración del chocolate. Asisten a ella especialistas en formación de varios países del área, entre los que se encuentran México, Brasil, Colombia, República Dominicana, Costa Rica, Perú y Venezuela. Con este último país Cuba firmó en el año 2010 un convenio de colaboración por el cual fue creada la Escuela de Chocolatería del Alba (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América), que tiene como finalidad impulsar la educación e instrucción de productores y artesanos del chocolate, y rescatar y fortalecer los valores culturales del producto.
Para los cubanos es importante hacer uso de todos aquellos valores asociados a esa cultura milenaria; mostrar esa tradición cubana en torno a la afición por el chocolate, que tiene, entre otros antecedentes, el de la repostería española.
Cuando la moda imponía a las damas habaneras hacer sus mercerías en la antigua calle de Ricla, hoy Muralla, resultaba habitual que terminaran la jornada probando la bebida o las golosinas que a ellas se les antojaban en la Chocolatería de Mestre y Martinica, un establecimiento fundado por barceloneses naturales de Sitgés en 1813.
Entre otras firmas fabricantes de la rica golosina figura La Estrella; sus dueños, además de vender su rico chocolate, para tener mayor éxito pusieron en práctica una singular iniciativa, al editar, por series, colecciones de postales que deberían llenar las páginas de un álbum que abordaba temáticas de interés, como podían ser los paisajes de sitios remotos y exóticos, o algún elemento de uno de los tres reinos de la naturaleza. Cuando este álbum se repletaba, su paciente propietario, si así lo deseaba y demostraba, podía acudir con el fruto de su labor de coleccionista y reclamar su caja de bombones finos de La Estrella. Todo un detalle de mercadotecnia.
Tampoco faltó la contribución del azúcar de Cuba a la manufactura chocolatera de Estados Unidos. En 1915 Milton Hershey, un influyente hombre de negocios estadounidense, se estableció en el país echando a andar un emporio azucarero que estimuló el fomento de una especie de gremio cerca del pueblo de Santa Cruz, entre las provincias de La Habana y Matanzas; esta comunidad llegó a tener su propio equipo de pelota, su tren eléctrico—que aún funciona—, y por supuesto el gusto por las confituras y bombones elaborados por el conocido como Rey del Chocolate.
La antigua costumbre que tienen los cubanos de tomar una taza de humeante chocolate apenas se insinúa el invierno parece haber llegado de España, como pudo suceder con el hábito, tan madrileño como valenciano, andaluz, canario o catalán, de beber chocolate y comer churros.
Mucho y más de esta herencia cultural se encuentra en el Museo del Chocolate, un establecimiento ubicado en el recodo que forma la calle Mercaderes con la de Amargura, en La Habana Vieja. La edificación que fue al mismo tiempo vivienda y comercio, y morada de condes, se reconoce como la Casa de la Cruz Verde por tener en su fachada esquinera una peculiar cruz de madera pintada de ese color, cuya función fue en épocas pasadas la de anunciar una de las paradas de la procesión católica vinculada al martirio de Jesús.
Rescatado el inmueble por la labor restauradora de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana y la cooperación del pueblo de Bélgica a través del Proyecto Brujas, el Museo del Chocolate de La Habana quedó abierto al público en noviembre de 2003.
Inspirado en el Museo del Chocolate que existe en la Plaza Real de Bruselas, el habanero propone, además, un recorrido por la historia del cacao, su cultivo, producción y comercialización. En él se aprecian, en vivo, las técnicas de la elaboración artesanal de los bombones con materia prima cubana y se degusta, en un agradable ambiente impregnado del aroma de la golosina, la exquisita bebida preparada a lo tradicional del país —ligeramente espesa y condimentada con canela y vainilla—, o según la ofrecían los antiguos aztecas, con pimienta y nuez moscada. También, el que así lo prefiere, puede decidirse por una carta donde encuentra más de una docena de manufacturas chocolateras de muy curiosas formas y mixturas, así como una variada gama de bombones sólidos y rellenos con los sabores de la guayaba, de la hierbabuena, la avellana y otros muchos más.
Objetos de porcelana asociados a la cultura e industria del cacao y sus usos, moldes de baquelita y envases para confituras pueden ser curioseados en las vitrinas de este Museo, que trae a la memoria, como sugirió en uno de sus versos la poetisa Olga Navarro, reminiscencias de la infancia y recuerdos de la abuela unidos a la ilusión de imaginarnos deleitándonos con una taza del rico chocolate.